Llegan las lluvias a la Muy Noble, Muy Leal y Muy calurosa Ciudad de México. Llegan en el momento preciso en que el sol se manifiesta con todo su rencor. Sin piedad alguna, Huitzilopochtli se encarga de calentar el asfalto, de secar la hierba, de tostar a su pueblo que se defiende con abanicos, cachuchas o buscando un cachito de sombra bajo una marquesina.

El hijo de Coatlicue no castiga, sólo se manifiesta. Tampoco es tan patético y soberbio como para pedir disculpas públicas a quienes no lo adoran por su investidura divina. Ni que dirigiera el Senado.

La piedad que no ejerce el colibrí zurdo, la toma bajo su tutela el dios del antifaz, el gran Tláloc que anuncia su llegada con truenos y centellas, con nubes grises que se amontonan sobre el cielo de Tenochtitlan. Las lluvias traen consigo una epidemia de sombrillas, de impermeables de colores chillantes, de vidrios empañados y de malos poetas.

Tláloc no dosifica. El agua caerá con tal rigor que la antigua cuenca intentará recuperar su vocación perdida y, en algunas zonas, el incierto valle tendrá sueños húmedos y recordará que era laguna. Las alcantarillas no podrán beber toda el agua del cielo. Obstruidos sus conductos por la acumulación de basura, terminarán por vomitar el líquido en calles y avenidas, inundando casas, carros, comercios.

El problema no es la lluvia, sino la necedad, por parte de autoridades y habitantes, de no tomar medidas a tiempo (desazolvar o no tirar basura en la calle, por ejemplo), la patética tradición de aceptar la calamidad como parte de los usos y costumbres de los naturales de estas tierras.

A pesar de todo, se agradece la llegada de la lluvia, el olor a tierra mojada, el verde renovado de los árboles, la rítmica música de fondo que opaca, por unos momentos, el ruido de los motores, lo gritos, los discursos, los balazos en la calzada de Tlalpan, las consignas propagandísticas en los funerales.

Bienvenida la lluvia.