Se acerca el bendito festival de primavera y, con él, un nivel de estrés que ni Hacienda en plena auditoría. Cada año es la misma historia: los grupos de WhatsApp empiezan a hervir con mensajes de mamás preguntando por disfraces, telas, listones y maquillaje. La escuela, muy innovadores ellos, manda la circular con solo cinco días de anticipación y una lista que parece encargo de mandado: vestuario temático, accesorios, ensayo general y, por supuesto, lunch "saludable" con forma de flor. Uno quiere llorar, pero no hay tiempo.

Porque aquí no estamos hablando solo del disfraz; estamos hablando de que a media quincena te cae encima la necesidad de conseguir alas, varitas, tutús y zapatillas de abejitas, y que además la bendición necesita dos cambios: uno para el baile y otro para la foto grupal. Las mamás que trabajan terminan sacando tiempo de no sé dónde, las que están en casa se sienten igual de abrumadas y, para acabarla, la tiendita donde venden todo tiene la mercancía agotada desde hace semanas. En Facebook, los disfraces usados cuestan casi lo mismo que uno nuevo, pero ahora con la ventaja de oler a cloro y a esperanza.

Mientras algunas andan batallando con todo esto, hay otro grupo de mamás que, además de lidiar con el disfraz, las inscripciones y las reuniones escolares, todavía se toman esos cinco minutos para meditar, encender un incienso y darse un baño de sol en la azotea con los brazos abiertos, buscando esa recarga de energía que el universo claramente les debe. Porque si no es la pirámide, es el patio trasero o, mínimo, el estacionamiento del súper. Todo por no desbordarse, aunque por dentro anden a un pestañeo de perder la cordura.

Y qué decir del día del evento: te despiertas a las seis de la mañana para peinar, maquillar, intentar que el niño no destruya el disfraz en el camino y llegar puntual a la escuela. Las maestras, pobrecitas, andan en modo sargento, tratando de controlar a 40 criaturas llenas de azúcar y nervios. Tú solo piensas en sobrevivir y lograr una buena foto. Pero ahí no acaba: luego viene la media hora de discursos eternos, números musicales que nunca terminan, y las demás mamás compitiendo por quién aplaude más fuerte y grita más. Las abuelas lloran, los papás bostezan y las mamás… bueno, las mamás ya están medio muertas.

La cereza del pastel es ver a esa mamá influencer que sube la foto perfecta a Instagram: su hijo impecable, sonriendo, y ella con el caption: “Vale la pena cada esfuerzo por ver su carita feliz”. La realidad: todas sudadas, con maquillaje corrido y la voz aguardientosa por estarle gritando por 2 horas a su crío para que no se quitara el disfraz. “Fluye con el universo” y “El amor y la energía están dentro de ti”. Yo solo fluyo al sillón por las noches y comer un chocolate tranquilamente, porque la energía no sé dónde la perdí y pensar todo el viacrucis que pasan las madres y esos festivales me dan roña. Punto a favor de educar en casa y librarme de eso, pero ese es otro tema.

Mientras tanto, esas mamás espirituales publican frases como “Confía en el proceso” y “Recarga tu luz interior”. Y claro que confías, pero también confías en que el festival termine pronto para llegar a casa, cerrar la puerta y encontrar, aunque sea, dos minutos para respirar sin pensar en tul y brillantina.

Pero con todo lo anterior imagino el amor que las lleva a hacer todo esto cada año, solo para que el caos termine en un abrazo pegajoso de gel y sudor, y un "¡lo hice bien, mamá!" … tú sonríes, lo abrazas y sabes que, aunque todo fue un desmadre, sí, valió la pena.