Se acerca el fin de los cursos escolares en esta Muy Noble, Muy Leal y Muy Estudiosa Ciudad y las chamacas y los chamacos ya comen ansias por disfrutar del periodo vacacional. El cuerpo docente luce fatigado y las madres y padres de familia se preparan para tener en casa a los críos.
Tiempo de firma de boletas, del reparto de la lana de la cooperativa y de un ritual que, si bien se ha transformado en lo tecnológico, persiste en su calidad de andamio de la memoria: la fotografía grupal.
Quien esto lee y pasó por la primaria entre la década de los 70 y los 90, seguramente tiene guardada en un viejo álbum o entre las hojas de un libro aquella foto, en blanco y negro o a color, en la que aparecía uniformado entre un conjunto de seres humanos con quien tuvo a bien coincidir en un aula de pupitres rayados.
La fotografía atrapa un instante de ese periodo que se resume de manera imperfecta en la palabra primaria. El primer impulso al tener ese documento visual entre las manos es buscarse entre la multitud apretujada en el encuadre.
Y ahí estás, con la camisa desfajada o la trenza chueca, a un lado de un cuate que tenía nombre, apellidos y número de lista (¿te acuerdas del tuyo?), pero que llega a tu memoria con el contundente apodo del Pollo. La Pecas sostiene una cartulina con el número 6 y Lupita (siempre había una y por lo general era estudiosa), porta otro cartón con una enorme letra A.
Lo curioso es que casi nadie sonríe ¿Será que de alguna manera advertíamos lo que nos deparaba el futuro o aún no estábamos adoctrinados para exportar sonrisas falsas a las redes sociales? Quizá sólo era que tomarse una fotografía grupal tenía algo de rito, un dejo de ceremonia. Nos preparábamos para compartir nuestra imagen a miradas ajenas, para pasar a almacenes de recuerdos que no nos pertenecían y la posteridad es algo serio.
Como afirma Susan Sontag “Una fotografía pasa por prueba incontrovertible de que sucedió algo determinado. La imagen quizá distorsiona, pero siempre queda la suposición de que existe o existió algo semejante a lo que está en la imagen”. S
Suponemos que ahí estuvimos, que esa que está a un costado es la maestra (entrañable antecedente de la Miss), con un gesto adusto con el que que soportaba la responsabilidad de educar al “futuro de México” o al menos extirparle algo de ignorancia. Seguramente quien esto lee, y ya a estas alturas tiene una sonrisa cómplice en el rostro, recuerda cómo se llamaba esa docente armada con un crayón rojo que regalaba taches y palomas. Sea cual fuere el nombre, se le agregaba un cariñoso diminutivo: Estelita, Aurorita, Esperancita, etcétera.
Es probable que nadie recuerde con exactitud la fecha de la toma o los detalles que la rodearon, pero la fotografía, en tanto dispositivo visual, tiene la facilidad de detonar otras imágenes en la mente. De repente el patio de la escuela recobra la cercanía y puedes ver el avión pintado en el piso en el que aventabas la teja húmeda, las ventanas rotas por las que te asomabas para ver si venía la maestra, los barandales azules donde le quitabas el polvo al borrador.
¿Y qué pasa con las compañeras y los compañeros? Quizá de los cuarenta y tantos sólo recuerdes a diez. Quizá no todos vivan, quizá alguno te recuerde, quizá te has topado con alguien de esa foto y no tuvieron tiempo de reconocerse. Cada rostro es una historia que desconocemos. Nuestras fotos escolares están llenas de olvido.
Las fuerzas vivas del país que en estas fechas están posando sonrientes para su fotografía grupal tendrán otras estrategias de apropiación de esta memoria colectiva y, parafraseando a la rola, mirarán con nostalgia este tiempo cuando había tiempo. Desde otro tiempo, su tiempo.
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