Imagínate que abres los ojos, pero está oscuro. Que el cuerpo, aunque lo sientes pesado, en verdad no sientes nada. Al cabo de un rato, tratas de gritar, pero tus labios no se mueven, no sale ni un sonido de tu garganta. No te puedes mover. No respiras. Si, así es, en eso estaba ese día en que fui a la playa y un señor en la arena me contaba lo difíciles que son las olas en ese lugar, que para nadar ahí se requiere tenerse mucha confianza, que ni los lugareños se atrevían a sortear la furia del mar. Y es que, si la muerte te asalta mientras andas solo debe ser un complique avisar en casa, poder despedirte, respirar en paz una vez que las lágrimas de tus deudos terminan por dejarte ir.
Y es que, de alguna manera, cuando mueres hay algo que se queda y se da cuenta que disuelve, o por lo menos, eso es lo que me digo para tratar de enfrentar la pesada idea de lo finitud. Es ese algo que deja de ser uno mismo para convertirse en parte del todo lejos del cuerpo en que tomó su propia definición. Como si los muertos buscasen ir avisando a su gente querida que ya no estarán más y les convoca al velorio. Después es un murmullo que se expande de boca en boca haciéndoles llegar el chisme a los conocidos del barrio. Así que, el hecho de morir lejos de casa, en alguna playa perdida del mundo y con pocos medios de comunicación, me parece algo agobiante.
Imagino, también, aquellos hombres que se lanzaron en búsqueda de alcanzar sus sueños y con ello cambiar este mundo capitalista. La generación de luchadores sociales que, al salir a la calle a manifestarse, eran señalados como prosélitos del comunismo y pronto encarcelados y torturados hasta la muerte. El dolor de quien no puede volver y se lleva su silencio como el triunfo de quién no traiciona, un silencio que al tiempo se agolpa en manifestaciones coléricas en contra del olvido. Antes, en otro tiempo, los Estados de América Latina se encontraban alineados bajo la Doctrina de Seguridad Nacional, las desapariciones tenían un tinte represivo y un móvil político.
No obstante, ahora, en el centro de la ciudad, en el Zócalo capitalino, se congregan miles de personas exigiendo justicia por aquellos que desaparecieron. Hoy es Teuchitlan, Jalisco, ayer fueron los 43 de Ayotzinapan, antes, mucho antes, San Fernando en Tamaulipas, y en el medio una cantidad en donde el silencio suena como al estruendo del olvido. No puedo ni imaginar el dolor de aquella gente, la que no regresó, la sigue esperando sin esperanza, la que busca. No quiero ni imaginar los sueños pútridos de los señores de la guerra, de los que han hecho de la muerte un negocio. Porque es eso, ya no se trata de acallar las voces críticas al sistema, sino que ahora, el dolor, la sangre y la carne se han vuelto una mercancía más.
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