La Muy Noble y Muy Leal Ciudad de México tiene varias carencias. Hace falta garantizar el suministro de agua potable a toda su población, un sistema de drenaje eficiente, una estrategia de recolección y tratamiento de basura acorde a las dimensiones de la metrópoli, entre otros aspectos, digamos, sólo para no sonar apocalípticos, urgentes.
No obstante, la Autoridad descubrió que a la urbe también le hacía falta un himno (sonido de fanfarrias, por favor). Y, con la urgencia que el caso amerita, el Himno de la Ciudad de México fue presentado el pasado mes de junio en el Museo de la Ciudad de México para gloria de los habitantes de estas tierras.
La Autoridad se ufana de que no es un himno bélico (¡Ahí te hablan, Bocanegra!), sino uno que “habla de la identidad de nuestras diversas culturas, de los pueblos originarios”. Seguramente la extracción masiva de corazones patrocinada por los mexicas tuvo fines cardiológicos y el zompantli era sólo un multifamiliar en Lomas de Mictlán, seguramente el así llamado Pueblo del sol era muy querido por su política pacifista y por usar el macahuitl sólo para desgranar elotes.
Es notable que el bélico Himno Nacional Mexicano, estrenado en 1854 y oficializado en 1943, durante la Segunda Guerra Mundial, haya tenido sus momentos de más álgida exaltación patriótica en escenarios de contienda. Cuando el Himno suena fuerte es porque hay un extraño enemigo cerca. Pocas veces se oye al respetable entonar el Himno como en un partido de la Selección Nacional.
En su extraordinaria crónica sobre la marcha encabezada por el entonces rector de la UNAM, Javier Barros Sierra, en 1968, Carlos Monsiváis narra el emotivo momento en que se entona el Himno Nacional. “Y el resultado del trabajo de equipo de Jaime Nunó y González Bocanegra transmitió su tradición secreta”, apunta el cronista.
El Himno Nacional finca su permanencia en su vocación guerrera. Ni hablar. Y en la Ciudad de México la batalla es sobrevivir. Ya lo narró Chava Flores en su clásico Sábado, Distrito Federal, ya la expuso a ras de concreto Rockdrigo González con su Vieja ciudad de hierro, ya Guadalupe Trigo, en Mi ciudad, hizo un inventario de metáforas que a diario luchan por no extinguirse.
A esa andanada lírica incrustada en la memoria chilanga busca integrarse ahora una serie de figuras retóricas con un tufo de letanía: cercado cósmico, guerrera mística, espejo lúcido, precipicio horizontal, y así hasta la serpenteante comparación de Quetzalcóatl con el segundo piso del Periférico.
Es probable que una composición destinada a “darle identidad a la ciudad” y que podamos “cantar con alegría” servirá de mucho cuando ya no salga ni una gota de las vetustas tuberías que aún se surten del Cutzamala o cuando la gente que habita sobre el lecho del extinto lago vea subir el nivel de las aguas negras hasta sus rodillas. Que la Serpiente emplumada nos ampare.
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