Cada año, el 8 de marzo llega con la fuerza de una ola: pancartas en alto, gritos de justicia, redes sociales inundadas de frases de sororidad y una marea morada que, por un día, parece imparable. Pero, ¿qué pasa el 9 de marzo? ¿Dónde queda toda esa hermandad cuando las cámaras se apagan y las historias de Instagram desaparecen? Porque en la realidad diaria, la sororidad muchas veces es un mito bonito, una aspiración más que una práctica real.
El 8 de marzo de 2021 veía las noticias. Tenía poco de enterarme que sería madre de una hermosa criaturita. De repente me solté a llorar, paniqueada, confundida y sintiéndome la peor persona del mundo por pedir que mi bebé no fuera una niña. Tuve tanto miedo de tener una hija, de imaginarla marchar por algo que, por nacimiento, cualquier ser humano debería tener garantizado. Me sentía avergonzada de saber que un día tendría que explicarle que en el mundo, y específicamente en este país, las mujeres tenemos que vivir a la defensiva, que debemos salir a exigir justicia por la desigualdad que enfrentamos. ¿Cómo iba a explicarle que el amor, respeto y comprensión que vive en su hogar no lo podría experimentar al 100% fuera de él?
Afortunadamente, tengo la gran ventaja de echarme una lloradita de segundos, secarme las lágrimas y mandar a chingar a su madre a medio mundo. Ese día no fue la excepción. Supe que, sin importar el sexo de mi bebé, mi tarea era educarlo y formarlo para el mundo con amor, respeto y empatía, además de considerar clases de defensa personal y karate para romper cu..s. Sabía que en mis manos tenía la gran responsabilidad de guiar a un ser humano capaz de cambiar al mundo, capaz de abrazar y consolar a otro ser humano, capaz de empatizar con el dolor ajeno, pero también capaz de poner límites y alejarse cuando fuera necesario.
Vivimos en un mundo que nos ha enseñado a competir entre nosotras, a juzgarnos con la vara más filosa y a encontrar en la otra un enemigo en lugar de una aliada. Y aunque nos gustaría pensar que el feminismo nos ha unido, la verdad es que la batalla interna entre mujeres sigue tan vigente como siempre. Marchamos juntas, sí, pero en el día a día, la empatía entre nosotras es un recurso escaso.
Ser madre me ha dado una perspectiva aún más cruda de esto. Porque no es el hombre quien más me ha negado un asiento cuando cargo a mi hija; son otras mujeres, que miran su celular con una indiferencia que me emperra más que cualquier insulto. No es un desconocido quien me ha lanzado la peor mirada de juicio cuando mi hija llora en un restaurante; ha sido otra mujer, con esa expresión de "si no puedes controlarla, no la traigas". La sororidad debería existir también ahí, en esos momentos incómodos, no solo en discursos poéticos del 8M.
Y no hay que ir tan lejos. Miremos dentro de nuestras propias familias. ¿Cuántas veces hemos encontrado más crítica que apoyo en nuestras madres, hermanas, amigas? La madre que le dice a su hija "es tu obligación aguantar", la suegra que dicta cómo se deben criar los hijos, la vecina que opina que las madres que trabajan son egoístas o que las que no lo hacen son mantenidas y huevonas, la amiga que menosprecia el cansancio de la que decidió quedarse en casa. Nos enseñaron que la solidaridad es un concepto bonito, pero no nos enseñaron a practicarlo en lo cotidiano.
Lo más irónico es que, mientras el 8M se convierte en un símbolo de resistencia, al mismo tiempo es el día en que más insultos recibimos. Nos llaman "feminazis", "femilocas", "ardidas". Se nos condena más por rayar un muro que por exigir justicia por una mujer asesinada. Y lo más triste es que muchas de esas críticas vienen de otras mujeres, que prefieren distanciarse del movimiento en lugar de cuestionar por qué la lucha es necesaria.
No vamos a cambiar la mentalidad neófita de algunas personas con una marcha que, en mi opinión, no genera el impacto que realmente se busca. Al contrario, cuando se acerca ese día, leo y escucho más comentarios llenos de odio y desprecio. La marcha no es el problema, sino la falta de voluntad de muchas personas para cuestionar su propia misoginia y entender que no es un capricho, es una necesidad.
Si realmente queremos transformar el mundo en un lugar más justo para nosotras, la sororidad tiene que ser más que un trending topic. Tiene que vivirse en lo cotidiano: en la mujer que ayuda a otra en la calle, en la que no juzga las decisiones ajenas, en la que apoya en vez de criticar. No necesitamos discursos vacíos ni fotos bien editadas en redes. Necesitamos acciones que hagan que el 8M no sea solo un día de lucha, sino una realidad de todos los días.La verdadera revolución no está en la marcha. Está en cómo nos tratamos cuando nadie nos está viendo.
Mientras sigamos viviendo en un mundo donde una mujer tiene que llorar en secreto porque teme que su hija nazca en un campo de batalla, no podemos darnos el lujo de soltar la lucha y hablo de la lucha real esa que empieza de puerta para dentro principalmente. Porque cada 8 de marzo marchamos por todas las que ya no están, pero también por todas las que aún no llegan. Qué tristeza saber que les heredaremos un mundo donde tendrán que pelear por lo que debió ser suyo desde el primer respiro, y más que luchar trabajemos para que esto sea diferente.
Ahora sé que puedo cambiar el mundo, o al menos un pedacito de él, a través de sus ojos, y que tenerla es lo mejor que me pudo pasar en la vida.
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