Sí, era otra época. Desde temprano, los escuincles nos reuníamos en la calle para hacer nuestra labor. Un vecino suministraba el bulto de cal, alguien más ponía las cubetas y las brochas. La mano de obra la constituía la banda de infantes que se encargarían de pintar de blanco el filo de las banquetas, una parte de los troncos de los árboles y, si quedaban recursos pictóricos, el artista de la cuadrilla trazaba un mono de nieve a media calle y ponía en letras grandes ¡Feliz Navidad!
Como a eso de las tres, luego de que algún alma noble disparaba los chescos, había que correr al cantón para comer y bañarse. Cuando oscurecía, la cuadra lucía sus mejores galas con lazos atravesados de lado a lado portando heno, esferas y espirales doradas. En la parte superior de cada puerta se colocaba un farol de papel iluminado por un foco de sesenta watts.
Cual edicto real, una lista pegada en alguna puerta indicaba dónde sería cada una de las nueve posadas. Un olor a carbón y ponche caliente se desprendía de la primera sede. La puerta se abría y un adulto comenzaba a repartir velitas de colores a chicos y grandes. La procesión, irremediablemente perfumada por el olor a cabello chamuscado, era encabezada por un par de niños que recibían el honor de cargar a los peregrinos.
Las raíces grecolatinas se dejaban sentir en el barrio cuando, ante el fervor de la vecina mezzo emitiendo el ¡Kyrie Elleison!, el Coro de Niños del Norte de Chilangotitlán respondía en perfecto latín ¡Ora Pronobis! Una vez ante la casa indicada, los cantores hacían gala de extraordinaria coloratura vocal al ejecutar aquel verso de “¡Pues no puede andar, mi esposa ama-a-á-a-a-á-da!”
Al grito de ¡Entren santos peregrinos!, la muchedumbre irrumpía en la casa ya con las velitas apagadas. Todos se colocaban alrededor del nacimiento de barro colocado sobre musgo, con pastores descarapelados, pescaditos dorados y garzas de patas de alambre al lado de ríos de papel aluminio que desembocaban en lagos de espejo.
“¡Oh, Peregrina agraciada!/ ¡Oh bellísima María! /Yo te ofrezco el alma mía/ Para que tengáis posada.” Y luego “Humildes peregrinos/ Jesús, María y José/ mi alma doy por ellos/ mi corazón también.” El padrenuestro, el Ave María y el Gloria sintetizaban los alcances religiosos de los pecadores reunidos. Los mismos que mientras se persignaban ya iban formándose para recibir una bolsa de papel con cañas, naranjas y tejocotes en calidad de aguinaldo.
Las piñatas esperaban en fila su cruel destino, ostentando sus picos de cartón rematados por tiras de papel de China y su piel de barro cubierta por periódico y engrudo. Era una sensación especial tener los ojos vendados y dar un golpe seco al barro, un triunfo de sonoridad hueca que no se parece en nada al eterno y aburrido cartón. Un grito colectivo presagiaba los aterrizajes de panza sobre frutas y tepalcates. Yo me gané tres cañas. Yo sólo dos tejocotes.
Los adultos observaban mientras comían colaciones y chocolates redondos con chochitos de colores, servidos en canastas de palma. Sin olvidar el ponche, con un chorrito de ron o tequila pal frío.
Al final, había que recoger el lazo y cooperar con la barrida. La calle debía quedar limpia pues aún quedaban varias jornadas antes de la Nochebuena. Ignoro si esa época fue mejor o peor, pero fue la que me tocó vivir en mi barrio, al norte de la Ciudad de México. La memoria es refugio y, cuando se comparte, se vuelve un espacio de complicidad. Aquí se las dejo. Quizá en el recuerdo compartido nos encontremos sentados en la banqueta pelando una caña con los dientes.
Feliz Navidad a los lectores de ExploraCDMX y que el 2025 les depare prodigios.
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