Fue un jueves. Tomé el trolebús para regresar a casa, me senté cerca de dos mujeres mayores y un niño de unos 5 años. Él venía de la escuela, su abuela lo fue a recoger.
El pequeño acompañante resultó ser extrovertido, buen conversador y muy sociable: de manera inmediata, inició empezó a platicar con una mujer de más de 60 años que se sentaba a su lado. En un punto de la conversación, el estudiante sacó un “espantapájaros”, ese juguetito que tiene papel enrollado y al soplarlo hace un ruido divertido, lo que yo conocía como un “espantasuegras”.
La nueva amiga del pequeño, para seguir la conversación, le preguntó al niño sobre su juguete:
-¿Cómo se llama?
-¡Espantapájaros!, respondió jubiloso.
Por unos segundos, la nueva amiga se quedó indecisa y respondió:
-Es un mejor nombre, así no se crean malas ideas sobre las suegras. ¿Usted le dijo el nombre de “espantapájaros”?, le preguntó la mujer a la abuela.
-No, en la escuela le dijeron, respondió la abuela de manera muy amable.
En ese momento, sentí fulgores de ideas. De eso trata al reflexionar sobre el poder de las palabras: ese mismo juguetito es llamado en otros países como “matasuegras”, ¡qué fuerte la manera en que reforzamos y reproducimos referentes negativos! Así escalan los discursos de odio, pero el ejercicio personal de renombrar y resignificarlas puede resultar aún más poderoso.
En ese momento también pensé en la importancia que desde las instituciones como las escuelas y, sobre todo, el personal docente considere importante cuestionar las narrativas racistas y discriminatorias.
La maestra o maestro del niño tuvo un rol importante al transmitir la resignificación de un juguete con el nombre de “espantapájaros”; él aprendió y reprodujo esa narrativa a las personas de su entorno.
Si hacemos un repaso de muchas de las palabras que aprendemos desde que socializamos con otras personas podemos darnos cuenta que también nos apropiamos y reproducimos los prejuicios y estigmas de otras personas. Entonces, también tenemos la capacidad de aprender para desaprender.
Ese día, con esa acción, el pequeño y su nueva amiga mayor me dieron una gran lección, dieron alegría a mi corazón y reforzaron mi convicción de que nunca es tarde, ni se es demasiado grande para renombrar lo que, aparentemente, siempre hemos conocido de una manera. Las palabras sí importan porque reproducen discursos que impactan en las vidas de las personas.
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