Luego de una hora al amparo del piadoso mármol, es posible ingresar al Palacio de Bellas Artes. Es domingo y la banda lo sabe. Es el día en que los museos nacionales no cobran la entrada, así que hay que llegar temprano porque no siempre se tiene la oportunidad de estar frente a obras de Gauguin o Monet.
La elegante línea de luz que desciende desde los mascarones de un Tláloc decó es una respuesta a las indefinidas formas que plasma la vanguardia francesa de finales del siglo XIX y que atrae a tantos espectadores que aguardan en el vestíbulo del Palacio de mármol con un sellito en la mano.
Pronto habrá la oportunidad de estar frente a obras pertenecientes a la colección del Museo de Arte de Dallas y constatar que la rebeldía plástica de hace un siglo es ahora canon de belleza. Lo que para los críticos puristas era un trazo torpe, ahora es una obra maestra que admiran en fila los visitantes. Una trabajadora del museo dice que se puede recorrer libremente la exposición, pero al menos en la primera sala impera la uniformidad. Las obras intimidan.
Son vibrantes las rosas de Renoir ¿Cómo pintaría el genio francés el salvaje púrpura con que las jacarandas decoran, a un tiempo, el cielo y el suelo de esta urbe? Y Monet ¿dónde encontraría en esta Muy Noble y Muy Contaminada metrópoli la claridad y brillo que le imprime a su visión del Puente Nuevo en París?
Los caballos, carruajes e indiferentes transeúntes que caminan en la nubosa Plaza del Teatro en el cuadro de Pissarro ¿Qué tienen en común con los apresurados ciudadanos que sortean puestos ambulantes en la avenida Juárez, con las motocicletas que se reproducen en cautiverio, con los carros que le agregan una patina gris al paisaje?
Una mujer interpela desde su baño. Ni asustada, ni desafiante, juega con su cabellera de fuego que desciende suelta sobre sus hombros cubriendo parcialmente uno de sus pechos que deja ver, discreto y orgulloso, un pezón. Anquetin juega con el espectador, no sólo por la innovadora técnica, sino por la provocación óptica. Ella mira que el espectador la mira. Él la mira mirar su mirada. Ella tiene el control hasta que el visitante voltea y se pierde en otra mirada, no tan directa, pero igual de fascinante. Hasta dan ganas de decirle Mon amour. El arte es peligroso. Se parece al amor.
Y luego encontrarse con los excesos pictóricos de Van Gogh, con un reflejo acuático salpicado de nubes y nenúfares que nos obsequia Monet, o con ese impresionante molino de viento en contrapicada, tal y como lo debe haber visto el Quijote, con los últimos rayos del sol reptando sobre la tierra.
Y salir, con los ojos craquelados, a la ciudad de los pegasos terrenales, de los conventos extintos, de los rascacielos resignados, fragmentos de espacio registrados por los teléfonos celulares, siempre disponibles para aplicar un filtro que los vuelva una anacrónica postal post impresionista de bolsillo.
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